La hija olvidada surgió de un encuentro que había evitado por años. Tenía el presentimiento de que si provocaba esa visita nunca terminaríaLa niña alemana.

El día que finalicé el manuscrito número dieciocho de mi primera novela, La niña alemana, después de un largo proceso de edición, copyediting y corrección de pruebas, tomé un avión y me fui a Polonia, a Alemania, a Francia y a Cuba. Mi intención era recorrer cada rincón mencionado en en el libro. Visité Auschwitz, el tristemente célebre campamento de exterminio del Tercer Reich. Recorrí obsesivamente las calles berlinesas de Mitte, en la antigua Alemania del Este, y me perdí entre las tumbas del cementerio judío más grande de Europa intentando encontrar los nombres y apellidos de mis personajes ficticios. En las lápidas descubrí a varias Alma y varias Hannah, a muchos Max y algunos Leo. En París me hospedé en un pequeño hotel en Le Marais, y lo primero que hice fue abrir las ventanas de mi buhardilla para contemplar los techos grises del barrio donde, una calurosa noche de verano, sacaron de sus hogares a la fuerza a miles de familias judías y las encerraron en el ya desaparecido velódromo de invierno. Era la primera parada de un viaje a la cámara de gas y los hornos de los campos de exterminio.

Mientras corroboraba lo que había descrito en La niña alemana, tomaba notas para un nuevo libro que aún no tenía sentido ni nombre. Definitivamente, iba a transcurrir en Berlín y en París, pensé.

Luego viajé a Cuba. Quería contemplar la ciudad desde los muros del Morro, el castillo colonial que preside la entrada de la bahía de La Habana, el mismo punto desde donde la divisaron, llenos de esperanza, los pasajeros del Saint Louis aquella mañana del 27 de junio de 1939.

De regreso a Nueva York hice lo que había estado intentando desde el momento en que terminé el primer manuscrito: comunicarme con los sobrevivientes del Saint Louis.

El primero que me recibió en su luminoso pent-house de Aventura, un suburbio de Miami, fue Herbert Karliner. Extrajo del baúl de sus recuerdos viejas cartas, documentos y fotografías en las que él aparecía como un niño feliz de 13 años a bordo del lujoso transatlántico, con el brazo sobre los hombros de su padre, que descansaba en una poltrona. Aún recuerdo su voz ronca narrándome la admiración que experimentó al divisar el horizonte de Miami, mientras los pasajeros del Saint Louis imploraban refugio al presidente Roosevelt. “Papá, yo no quiero vivir en Cuba, yo quiero vivir aquí”, me contó que dijo, cautivado por las luces de aquella ciudad inalcanzable en la Florida.

De regreso en Nueva York me esperaba, en su pequeño apartamento de Kew Gardens, en Queens, la pequeña Judith (Koepple) Steel. El día antes había escuchado al teléfono su voz frágil y melodiosa detenida en largas pausas, como si insistiera en cuidar la pronunciación de cada palabra. Últimamente no salía de su casa por problemas de salud: una isquemia, una rodilla maltrecha, dolores en la espalda. Al final de una corta conversación, aceptó recibirme.

Judith tenía solo catorce meses cuando abordó el Saint Louis con sus padres y su abuelo. Ella, como muchos de los más de 900 refugiados judíos que huían de la Alemania nazi, era de Berlín, lo que me hizo pensar “ahora voy a encontrarme con la verdadera niña alemana”.

Recuerdo claramente la vivacidad de Herbert, su sonrisa, el tono firme de su voz, su infatigable labor para que la tragedia del Saint Louis no se olvide. Judith era todo lo contrario. Al abrirse la puerta, me encontré con una anciana de baja estatura y rostro juvenil que hablaba en susurros. El salón principal tenía las ventanas cerradas, con cortinas oscuras y pesadas. La única luz era el reflejo ámbar de una lámpara junto a la enorme butaca de damasco donde Judith se sentó. Se excusó porque ya las palabras no le brotaban con la fluidez de antes. En un instante, aquella atmósfera me transportó al Berlín de los años 30. Al oír su voz en la penumbra, me parecía estar escuchando las memorias de una olvidada cantante de ópera. De hecho, Judith había pasado sus últimos años como cantor en una sinagoga.

Junto a su familia, estuvo entre los pasajeros que, al ser rechazados por Cuba, Estados Unidos y Canadá, arribaron esperanzados a Francia. Una familia católica los acogió hasta que los nazis tomaron control de la Europa continental. Ella recordaba el día en que había entrado a la casa un oficial alemán y, al confundirla con la hija de la francesa, le regaló un caramelo. Pero una noche, los guardias alemanes regresaron, la sacaron de la casa junto a sus padres y los confinaron en un campo provisional de internamiento. El destino final era Auschwitz.

En el campo, Judith fue feliz junto a sus padres y otros niños; pero su felicidad duró muy poco. Una tarde, poco antes de que los amontonaran en vagones maltrechos con dirección a Polonia, ella se vio en medio del bosque de la mano de su padre. Se sentía más segura que nunca fuera de las alambradas. Su padre se le acercó al oído y le dijo en voz baja: “Mira hacia arriba, hacia la copa de los árboles”. Por unos instantes se sintió sola, y de repente otra mano firme y desconocida la sostuvo. Al volverse, su padre había desaparecido. Nunca más volvió a verlo.

Esa tarde nació La hija olvidada.



 Armando Lucas Correa

Atria Books/Simon & Schuster para USA

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Armando Lucas Correa